Ana Albertina, una Hokusai contemporánea
Published March, 25th 2012
Written by Adriana Herrera

To Explain The Word, There are Others, (Para explicar el mundo hay otros), título de uno de los dibujos de Ana Albertina Delgado, es un perfecto umbral de entrada a la obra de esta artista que se entretiene en recrear y alterar a su modo la conocida frase del poeta dadaísta y surrealista Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este”. Pero también hay que refrendar el epíteto que le otorga otro artista del dibujo cubano contemporáneo, Jorge Pantoja, quien no duda en llamarla “la Hokusai cubana contemporánea”.

Sobre todo en el dibujo, Delgado (La Habana, Cuba, 1963) alcanza la cualidad del arte que nos reconecta con el universo de lo arquetípico de un modo que hace de lo misterioso algo extrañamente familiar.  Su obra, poseedora de una poética de lo que siendo indecible nos conmueve visceralmente, se conecta con la génesis del surrealismo y su capacidad de cegarnos a la razón para enfrentarnos a imágenes reflejas en las hondas aguas del inconsciente donde eros y ser son inseparables. Y al tiempo, abre camino a un lenguaje que es sólo ella: el espejo oscuro en cuyo fondo brilla la magnífica sombra -en el sentido jungiano- de sí misma.

Sus trazos brotan de la misma fuente de los dibujos de Remedios Varo o Leonora Carrington, y comparten no sólo la rebelión de la fantasía incontenible, sino la capacidad de transmitir un ímpetu viviente a los objetos convirtiéndolos en seres híbridos que se vinculan a los humanos en las fronteras donde laten las pulsiones más profundas. Cuando descubrió a ambas creadoras la acompañaron en un viaje que, como ella dice, “se alinea junto a las vanguardias que se concentran en la expresión del interior”. Fue una experiencia similar a la que tuvo con Francesco Clemente. Pero en términos de formación en el dibujo, la fuente de la que se alimentó es clara: los artistas japoneses del siglo XIX. “Para dibujar hay que verlos a ellos”, admite la magnífica discípula del Hokusai erótico. Ana Albertina es también afín a ese erotismo telúrico que comparten los insectos y todas las especies en la obra de Francisco Toledo, pero sabe que la relación entre lo erótico y lo femenino se adhiere incluso más al piélago de los mundos interiores: junto a la pulsión de la vida laten los laberintos de las imágenes propias.

Así se advierte en varios de los dibujos, exhibidos en “A Little Window inside my head” (Una pequeña ventana dentro de mi cabeza) en la galería Carol Jazzar. Esa inocencia que surge de la fluidez de la mano que se mueve bajo la voluntad del deseo, anima sus dibujos con un erotismo casi extático: en lugar de remitirnos a la explícita afirmación dionisiaca de los cuerpos dibujados, hace de las líneas hilos fantásticos que, desde las formas irisadas de las zonas erógenas, desovillan raras, inexplicables historias mentales. Trazados sobre blanco, resultan apenas visibles, a tal punto que su reproducción en cualquier medio es una tarea difícil y no permite apreciar la extraordinaria cualidad de los originales. Los centros que concentran el color, como una suerte de polos irradiantes de lo vital, son el pubis o los senos y los órganos de los sentidos.

En Azufre y mar –título de una pieza tanto como texto usado al interior de otra obra que conjuga en el primer elemento lo masculino y en el segundo lo femenino- fantásticas formas azules  reminiscentes de la iconografía esotérica flotan sobre el arco de la espalda de un hombre que mira el sexo de una mujer. Triángulos rojos o halos amarillos funcionan paralelamente como centros reverberantes de energía asociados al sexo.

En Lyudmila was Never Loved (Lyudmila nunca fue amada) el color azul se concentra en la figura de un perro que aparece en el enorme sombrero que cubre el cuerpo desnudo de una mujer en cuatro patas, cuyo cabello ondulado se descuelga, mientras una mano de impreciso origen toca su cintura y dos piernas de otro cuerpo que el dibujo oculta se mezclan con las suyas. En One Day She Talked about You colorea sutilmente e inerva el cerebro y el oído de una figura desnuda que sienta una suerte de mujer-mesa. El color se concentra en cambio de modo casi violento en el rostro que contempla la figura y hacia el cual extiende sus pies con un deseo táctil que alarga sus dedos de tal modo que asemejan manos ávidas de tocar. En When Juliana Song the Time Got Quiet (Cuando Juliana cantó el tiempo se calmó) en la frente de un retrato de mujer aparece una figura de espaldas y casi impúber que sostiene en las manos, a modo de globos, formas semejantes a flores carnívoras, recubiertas de vello, que a un tiempo pueden evocar vulvas o falos.

Esa  voluntad narrativa que induce a desovillar historias posibles tiene que ver con su amor por la poesía y con el placer de armar imágenes verbales paralelas cargadas de sugerencias para abrir paso a los juegos interpretativos y potenciar la imaginación del lector.

Ana Albertina comparte ese cierto impudor de la artista inglesa Tracey Emin, pero en su modo de enlazar poética y erótica liberándose de lo heterónomo, de la imposición de las normas de esos otros que “explican el mundo”, proclama un reino femenino de inajenable fantasía donde la consciencia abraza la oscuridad del inconsciente con leyes propias.